Anochecer de Noviembre

 El sol incidía con menos fuerza. Los días cada vez eran más cortos. Las granadas ya habían reventado en los árboles y los membrillos se habían vuelto carne en las dulces cocinas de las abuelas. 

Las perdices dan los últimos repasos en el terrero, protegidas del relente adentro del almacenillo exterior que en todos los patios hay, en los que suele guardarse el lomo en orza, las ñoras secas, ristras de ajo y los sacos de picón. Allí adentro, casi siempre, huele a trigo. 

Los ratones se crían gordos y las gallinas las mayoría de las veces se van a dormir sin haber puesto. Los mastines se enervan y ladran. Un gato oscuro, se acurruca triste en el tejado del vecino, porque en todo el día no hubieron colgado de la oxidada puntilla que permanece clavada en la encalada pared, la jaula que apresaba a su "amigo" el lúgano.

Al pie de una mesa redonda, encajado en una tarima forrada de chapa galvanizada, el brasero proporciona calor a las piernas de quienes se dispondrán a cenar, oculto bajo las gruesas enagüillas. 

El olor que desprende el plato de aceitunas machacadas, aliñadas al estilo de El Hoyo de Belmez, sirve para abrir apetito. Una morcilla de herradura, de esas tan buenas que se fabrican en Hinojosa del Duque va desapareciendo a corte de navaja.  El pan de miga espesa. El queso de la Mancha y el vino para empujarlo, de Malpartida, de la comarca de La Serena, vino dulce de pitarra. 

Los carrillos se enrojecen. 

Afuera, los lagartos hibernan bajo las piedras y los gorriones duermen tranquilamente en los eucaliptos.



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